Con casi 29 años, asomando la patita a ese abismo que dicen que son los 30, me he dado cuenta de que conozco parte bastante extensa de la geografía ibérica gracias a los festivales de música.
En modo abuela cebolleta on recuerdo mi primer festival “lejos” de casa, sin tienda de campaña, bocata de la ama y muchas ganas de ver a grupos que me habían acompañado día tras día, primero en el walk-man y por entonces en el disc-man, de camino al instituto.
Ahora que han pasado mínimo diez años de aquello y con los festivales de verano a la vuelta de la esquina, la nostalgia me manda un wassap diciendo “tía, ¿dónde cojones quedaron aquellos festivales en los que creciste?”
Todo este sentimiento de que la vida se precipita como una canción de punk a destiempo, que los años se restan a mi cuenta personal y que cada vez tengo más momentos remenber, me han empujado, con la presión de una melancólica pistola en la sien, a recapitular algunos de los momentos que he vivido en ese experimento sociológico que resulta ser un festival.
Para mi desconsuelo, muchos de esos festivales han desaparecido. Esos festis en los que llegué a adorar el paté untado en pan bimbo deformado en la mochila; dónde aprendí a solventar mis necesidades fisiológicas en condiciones extremas y ¡ojo cuidado, a pulso!; donde conocí, reconocí y olvidé a tanta gente como grupos vi bajo la lluvia o bajo el sol más cabrón de Valencia. Todo esto me lleva irrefrenablemente a pensar:
¿Por qué desaparecen los festivales?
Y, ¿Quién tiene la culpa?
En modo abuela cebolleta on recuerdo mi primer festival “lejos” de casa, sin tienda de campaña, bocata de la ama y muchas ganas de ver a grupos que me habían acompañado día tras día, primero en el walk-man y por entonces en el disc-man, de camino al instituto.
Ahora que han pasado mínimo diez años de aquello y con los festivales de verano a la vuelta de la esquina, la nostalgia me manda un wassap diciendo “tía, ¿dónde cojones quedaron aquellos festivales en los que creciste?”
Todo este sentimiento de que la vida se precipita como una canción de punk a destiempo, que los años se restan a mi cuenta personal y que cada vez tengo más momentos remenber, me han empujado, con la presión de una melancólica pistola en la sien, a recapitular algunos de los momentos que he vivido en ese experimento sociológico que resulta ser un festival.
Para mi desconsuelo, muchos de esos festivales han desaparecido. Esos festis en los que llegué a adorar el paté untado en pan bimbo deformado en la mochila; dónde aprendí a solventar mis necesidades fisiológicas en condiciones extremas y ¡ojo cuidado, a pulso!; donde conocí, reconocí y olvidé a tanta gente como grupos vi bajo la lluvia o bajo el sol más cabrón de Valencia. Todo esto me lleva irrefrenablemente a pensar:
¿Por qué desaparecen los festivales?
Y, ¿Quién tiene la culpa?
Allá por el año 98 en la localidad burgalesa de Aranda de Duero nació el Tintorrock. Integrantes del grupo Zirroris, también paisanos del pueblo, montaron el sello Tintorrock Producciones y propusieron un cartel de un día que no dejó indiferente a nadie con potentes grupos estatales como La Polla o Eskorbuto. Rulando por las tierras de Burgos, recayendo incluso en Salamanca o Navarra, el Tintorrock se mantuvo vivo 8 ediciones durante las cuales fue ampliando los días de conciertos hasta convertirse en un festival de 3 días en verano. Durante esos años desfilaron por su escenario grupos de aquí, de allí y de más allá. Entre ellos: Disidencia, Marea, Hora zulu, Cockney Rejects o Peter and the Test Tube Babies. Su último resorte fue en el año 2006 en la Plaza de Toros de Briviesca. ¿Las razones? Ninguna tajante pero las continuas trabas burocráticas con el ayuntamiento dan que pensar.
Unos añitos más tarde, en el 2005, con menos ediciones de las que me gustarían y otra vez en la provincia de Burgos, la Asociación Cultural de Amigos de la Lora organizó uno de los festivales que recuerdo con más cariño, el Petróleo Rock. Los dos primeros años fue acogido por Sargentes de la Lora y los tres restantes las tiendas de campaña asediaron las inmediaciones del campo de fútbol de Miranda de Ebro. Sus inicios fueron tímidos con un escueto concierto de tres grupos que encabezó Barricada. De ahí amplió el cartel a dos días y termino convirtiéndose en fecha remarcada en el calendario de verano con tres días llenos de música y chapuzones en el Ebro. En su primera edición en Miranda (2007) la AVT se manifestó frente al ayuntamiento protestando por la participación del grupo Soziedad Alkoholika. Se convocó una contramanifestación entre los congregantes del festival que terminó con una detención y que culminó con un enrabietado concierto de los S.A. Grupos nacionaes como internacionales dejaron su huella en este festival. Véase: Andanada 7, Des-kontrol, Envidia Kotxina, Los Manolos, Marky Ramone,…
En el año 2010 la noticia de que se suspendía me pego como un codazo en las costillas dentro de un pogo. Las abusivas condiciones que el ayuntamiento les requería, como asumir el coste de la limpieza o una fianza de 20.000 euros dio sepultura al Petróleo Rock.
En el año 2010 la noticia de que se suspendía me pego como un codazo en las costillas dentro de un pogo. Las abusivas condiciones que el ayuntamiento les requería, como asumir el coste de la limpieza o una fianza de 20.000 euros dio sepultura al Petróleo Rock.
El festival que más echo menos con diferencia es el Baitu Rock. Residente en Villarcayo desde el año 2003 este festival es un ejemplo de lo que se puede conseguir con honradez y con ganas de montar algo para los colegas que se acaba extendiendo, sin ánimo de lucro, sencillamente, sin gente profesional y evitando esas cosas que a todos nos joden de los festivales. La idea surgió de algo que todos hemos sufrido en nuestras propias carnes post-festivaleras: volver a casa. Así que la asociación Las Vías, impulsados por la Asociación Trespa Joven, con el afán de disfrutar de grupos que les flipaban a ellos y sobretodo, por la maravillosa sensación de saber que tu casa está a cinco minutos andando, montaron este tinglado. Como campo de batalla tomaron el antiguo hospital con un aforo reducido que hizo las delicias de los amantes de los festivales familiares alejados de los tumultos masivos viñarockeros. Precios populares (de verdad), la posibilidad de meter tu bebida dentro del recinto, ningún tipo de cacheo esquizofrénico, zona de acampada verde a la vera del río y una organización de puta madre (dicho mal y pronto). Tras cuatro años de parón en el año 2013 volvieron para festejar su décimo aniversario con un cartel de un día, pero que día. No fue sólo una celebración, también era un adiós, por el momento.
Estos tres festivales son sólo algunos de los ejemplos que demuestra que los festivales pequeños terminan por desaparecer. El último en sumarse a la lista fue el Aupa Lumbreiras! Que colgó el cartel de cerrado después de que en la edición del verano pasado ocurrieran algunos incidentes entre la Policía Local y algunos asistentes al festi. No obstante, este festival también ha sido emplazado en diferentes ubicaciones por sus problemas con los ayuntamientos y la AVT (intentaron censurar a Banda Bassotti y Lendakaris Muertos).
¿Qué está pasando?
Por un lado, las pocas facilidades que a veces los ayuntamientos ofrecen a este tipo de eventos. En vez de facilitar esta forma de acto cultural se empeñan en entorpecerlo. ¿Puede ser porque no les guste que reúnan a jóvenes y no tan jóvenes que piensan diferente a ellos? Yo la dejo caer pero no escondo la mano. Cuando la AVT pidió al ayuntamiento de Miranda que suspendiera el concierto de Sociedad Alkoholika ya estaban absueltos de los cargos de los que se les acusaban. Además, tener que mover un festival de un sitio a otro continuamente hace mella en la organización que también se vea obligada al cambio y se desanima llegando a la cancelación de lo que tanto sudor y lagrimas les ha costado sacar adelante.
Por otro lado, resulta inquietante que festivales más multitudinarios y más alejados del entorno de la música que más protesta sigan funcionando y aumentando sus cifras año tras año, sin tener problemas con los ayuntamientos por cierto.
A mi humilde parecer, se les ve el plumero, de lejos. La música que hace pensar incomoda. Y como tienen la potestad que el pueblo les ha dado para mantenernos seguros y alejados de los librepensadores, actúan en honor a la libertad, pero se ve que la libertad de expresión hace apócope de otro tipo de libertad que a la definición de la Real Academia de la Lengua se le ha olvidado incluir en su definición.
La autogestión es una manera de hacer lo que te gusta sin tener que pasar por el aro de lo prefabricado, recauchutado y remascado. Y eso, se ve, que jode.
Como dice uno de esos grupos que todos hemos disfrutado en algún festival: piensa y que no te cojan.
Por Reina de Lamantekilla para Arpha Press
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